miércoles, 29 de junio de 2011

Hemingway: el trauma que culminó en suicidio

Durante más de dos décadas Ernest Hemingway encarnó la imagen del escritor en los Estados Unidos, así como el símbolo del hombre rudo y temerario, hasta la mañana en que hace medio siglo decidió acabar con su vida, con un disparo que se oyó en todo el mundo. Un estudio psicológico ha revelado el trauma infantil provocado por su madre, a la que odiaba.

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La escena se ha narrado muchas veces: poco antes de las siete de la mañana del domingo 2 de julio de 1961, Ernest Hemingway despierta en su casa de campo en Ketchum, Idaho, y se levanta. Se pone una bata que le gusta particularmente (la llama “la túnica del emperador”), sale de la habitación cuidando de no hacer ruido para no despertar a su esposa, Mary Welsh Hemingway, y va al cuarto donde guarda sus armas –había aprendido a disparar armas de fuego desde que era niño–. A los 62 años posee más de veinte, entre rifles, pistolas y escopetas. Elige una de éstas y baja al recibidor. Toma asiento y apoya la frente contra los cañones.
No quisiera uno saber lo que sigue, sino dejarlo allí, suspendido en esos segundos antes de que jale el gatillo. Cuando, con los ojos cerrados, como lo imagina Francisco Hernández en uno de sus estupendos poemas, mira que se acerca un león.

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Al difundirse la noticia (que ocupó las primeras planas de casi todos los diarios de Estados Unidos y de muchos periódicos en el resto del mundo), la versión prevaleciente era que la muerte de Hemingway había sido accidental. El arma se había disparado mientras el escritor la limpiaba. Eso fue lo que Mary Welsh declaró a Frank Hewitt, jefe de la policía local, quien fue el primero en acudir a la casa de la distinguida pareja. Por respeto y compasión otras autoridades también lo aceptaron. El resto de la familia acordó que así se manejara la tragedia.
Durante casi un año, Mary Welsh se negó a sí misma que su esposo se había dado muerte. Sólo pudo lograrlo a fuerza de terapia. Por esa negación, que impedía comprender los motivos de Hemingway (nunca se encontró una nota aclaratoria), su muerte parecía un jeroglífico. Sin embargo, algunos asumieron, desde el principio, que se trataba de un suicidio.
Gabriel García Márquez lo dijo en una nota escrita el mismo domingo 2, recién llegado a México, pero publicada el 9 de julio:
“…Hemingway no parecía pertenecer a la raza de los hombres que se suicidan. En sus cuentos y novelas, el suicidio era una cobardía, y sus personajes eran heroicos solamente en función de su temeridad y su valor físico.
“De todos modos, el enigma de su muerte es puramente circunstancial, porque esta vez las cosas ocurrieron al derecho: el escritor murió como el más corriente de sus personajes, y principalmente para su propios personajes…”
La información que poco a poco salió a la luz a través de la prensa acabó por despejar cualquier duda respecto de la naturaleza de la muerte del gran escritor. En 1964 familiares y editores reconocieron abiertamente lo que ya no se podía ocultar.
Se supo entonces que su salud se encontraba ya muy mermada; que sufría una depresión profunda y se había sometido a una terapia de electrochoques; que había tratado de suicidarse por lo menos dos veces antes.
Sus admiradores –entre los cuales sus lectores eran apenas una fracción, pues Hemingway no sólo era un escritor, sino también un deportista, un combatiente, bebedor y seductor empedernido, prototipo del macho triunfante, ícono de la cultura popular– se preguntaban, asombrados, porqué sufría tanto un hombre que había recibido todos los premios que podía cosechar en su oficio (incluido, por supuesto, el Nobel) y que gozaba de una inmensa admiración internacional.
Eso fue lo que John F. Kennedy subrayó al enterarse de que Hemingway había muerto: “Era uno de los grandes ciudadanos del mundo.”

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Hemingway vivió siempre bajo la mirada pública. Ni siquiera muerto ha podido sustraerse de ella (lo prueban estas líneas). Pero era inevitable que tras su sorpresivo suicidio –y por la terrible forma en que escogió morir– su vida se viera abierta al escrutinio para responder las muchas dudas y preguntas que dejó planteadas. Uno de los indeseables costos de la fama.
De allí la abrumadora cantidad de biografías y estudios biográficos hechos desde los más diversos ángulos que, como señaló José Emilio Pacheco en “Hemingway vivo o muerto” (Proceso 1186) – en el memorable “Inventario” escrito a raíz del centenario natal de dicho escritor– no parecen dejar un “espacio de silencio para leer en calma y como se debe los libros de Hemingway.”
Entre esos estudios hay uno que resulta especialmente interesante: “Ernest Hemingway: A Psychological Autopsy of a Suicide”, publicado en el número 4 de la revista Psychiatry (correspondiente al invierno del 2006), por el doctor Christopher D. Martin, miembro del Departamento de Psiquiatría de la escuela de medicina de Baylor College en Houston, Texas.
Es un ensayo de 10 páginas que puede adquirirse a través de la red en PubMed.gov, sitio virtual de la Biblioteca Nacional de Medicina de los Estados Unidos. Pero también existe un comentario reciente a ese ensayo, igualmente asequible en línea, y gratuito, hecho por John Walsh, un periodista del diario inglés The Independent, que glosa la sustancia del estudio del doctor Martin.
La conclusión a la que llegó Martin, tras años de leer y analizar todas las biografías, libros de memorias y testimonios que existen acerca de Hemingway, no parece muy novedosa –que padecía trastorno bipolar– pero lo es, porque su raíz, según expone en el ensayo, se ubica en un trauma que Hemingway sufrió en la infancia. Su madre lo vestía como niña y a veces lo llamaba con un apelativo femenino: Dutch Dolly. El padre, por su parte, elogiaba la conducta agresiva –fue él quien empezó a enseñarle a manejar armas de fuego desde los cuatro años– y se comportaba de manera violenta con sus hijos, algo muy confuso para un niño sensible, explica el doctor Martin.
Hemingway detestó siempre a su madre, y cuando su padre se suicidó de un tiro en la cabeza, en 1928, no dudó en señalarla como culpable. Solía referirse a ella como una “perra”.
La pérdida fue devastadora para Ernest, que desde joven había exhibido una conducta temeraria que, tras la muerte del padre, cobraría tintes de autoinmolación, lo mismo a través del alcoholismo que mediante la exposición a diversos peligros. Y sin embargo, hoy se sabe que muchos de los actos de valor que Hemingway presumía, no eran reales, o eran distorsiones de la realidad creadas por su fantasía.
Grosso modo, el estudio del Dr. Martin indica que Hemingway se halló enfrascado en una lucha consigo mismo a lo largo de su vida, cargado de temores y sentimientos de culpa que lo convirtieron en una persona profudamente insegura y autodestructiva. (“He pasado mucho tiempo matando animales y peces –le dijo a la actriz Ava Gardner– para no matarme a mí mismo.”) De manera que, mientras se esforzaba por crear a los personajes que pueblan sus cuentos y novelas, todos de carácter heroico, aun en la derrota, hacía un esfuerzo todavía mayor, inmenso, para convertirse en el personaje que anhelaba. Esfuerzo que lo condujo a la depresión crónica y, al final de su vida, a una psicosis incipiente, según el doctor Martin.
A la luz de todo lo que se sabe hoy, los últimos años de la vida de Hemingway son desconsoladores. Había perdido la capacidad de escribir y padecía arrebatos de paranoia cada vez más frecuentes.

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Si nuestros padres son la vara con la que nos medimos, vivir a la sombra de un padre suicida equivale a viajar por una carretera llena de baches en un camión cargado de nitroglicerina.
Como se sabe, Ernest no fue el único que se quitó la vida en su familia. También su hermano Leicester, 17 años menor, y escritor al igual que él, se dio un tiro en la cabeza, en septiembre de 1982. Y su nieta, la actriz Margaux Hemingway, se suicidó en la víspera del aniversario luctuoso de Ernest, el 1 de julio de 1996.
“Todo hombre anhela morir en su cama, reconciliado”, escribe William Carlos Williams al final de uno de sus más hermosos poemas: “Asfódelo”. Es evidente que no todo mundo puede lograrlo.

lunes, 13 de junio de 2011

Declaran el acceso a Internet como un derecho humano fundamental

El uso de Internet se está convirtiendo en una herramienta imprescindible para la libertad de expresión. Más que una posibilidad de comunicación se está convirtiendo en una necesidad debido al periodo de globalización que hoy se vive.

Tanto las revueltas en Oriente Medio hasta el movimiento '15-M' en Madrid quizá no habrían sido posibles sin la inestimable ayuda de Internet. La capacidad de difusión que otorga esta herramienta se está convirtiendo en una necesidad básica para gran parte de la población.

Para la ONU, Internet es una herramienta que favorece el crecimiento y el progreso de la sociedad en su conjunto. Por lo tanto, debería ser un derecho universal de fácil disponibilidad para cualquier individuo y exhorta a los gobiernos a facilitar su acceso a todo el mundo.

"La única y cambiante naturaleza de Internet no sólo permite a los individuos ejercer su derecho de opinión y expresión, sino que también forma parte de sus derechos humanos y promueve el progreso de la sociedad en su conjunto", indicó el Relator Especial de la ONU, Frank La Rue, en un comunicado de prensa recogido por la CNN.

Según La Rue, los gobiernos "deben esforzarse" para hacer Internet "ampliamente disponible, accesible y costeable para todos". Asegurar el acceso universal Internet "debe ser una prioridad de todos los estados".

Por otro lado, la organización se ha mostrado contrariada por las medidas opresoras de algunos gobiernos que violan el acceso a Internet. Desde gobiernos occidentales como Francia con su ley Hadopi hasta países con dictaduras como modelo de poder, aplican hoy en día medidas restrictivas al acceso a Internet.

jueves, 9 de junio de 2011

Aquellos niños de junio - León Krauze.

Los últimos días de la semana pasada me llevaron de vuelta a Hermosillo, Sonora. Recordé los días que pasé en la capital sonorense cuando apenas había pasado un mes de la tragedia de la guardería ABC y la elección para gobernador estaba a punto de ocurrir. Pensé en la primera caminata que hice rumbo a la plaza Emiliana de Zubeldía aquella tarde de jueves y la primera crónica que hice para W Radio contemplando los naranjos alrededor del pequeño, improvisado y conmovedor altar hecho por los padres enlutados: un círculo hecho con los minúsculos zapatos que los muertos nunca habrían de usar de nuevo. Por un momento pude imaginar a los dueños de aquellas pequeñas alpargatas, de esas botitas ortopédicas o de los tenis del Hombre Araña, todavía calzándolos, todos aún tomados de las manos, entonando alguna canción, parados en un círculo celebrando ese sentido de comunión e inocente invulnerabilidad de la más temprana infancia. Pensé en mi propio hijo y luché —a veces infructuosamente— por mantener la compostura al aire.

En los siguientes días en Hermosillo, no pararon de sorprenderme dos factores. Primero, la asombrosa entereza de los padres. Apenas unas horas antes de la elección, la ciudad de Hermosillo se volcó con los dolientes en una marcha del silencio solo interrumpida, y lo recuerdo con profunda emoción, por algunos tambores fúnebres que llevaba un grupo de jóvenes y por el canto de uno de los niños muertos que su madre había grabado en un celular unos días antes de la tragedia y que ahora repetía una y otra y otra vez como lo que aquella voz era en realidad: el último vínculo con la energía vibrante de un niño que, a los tres años, apenas descubre el idioma, el canto, el gozo de la vida. Incluso en ese contexto de intenso dolor, los padres de los niños marchaban con la vista al frente, llevando alguna foto de sus hijos, rumbo al centro de la ciudad. Exigían justicia, claro. Pero antes que nada buscaban, creo, algún mínimo acto de contrición de alguno de los responsables de que una guardería se encontrara, sin las medidas correctas de seguridad, junto a una bodega llena de documentos que podían, como ocurrió, prender fuego en cualquier momento. Eso es lo que querían y lo que, en el fondo, siguen buscando. Y tienen razón.

Y digo que la tienen porque, incluso en aquellos primeros días después de la tragedia, tuve la impresión de que a toda la clase política sonorense no le importaba el dolor de los padres, sino las secuelas que ese dolor tendrían sobre el proceso electoral en el estado. Entre los políticos del PRI estatal, la discusión no era qué hacer para estar a la altura de la peor tragedia en la historia del sistema de salud pública en México, sino cómo evitar que el candidato del PAN, que había estado rezagado en las encuestas desde el principio, aprovechara la coyuntura para alcanzar al delfín de Eduardo Bours. En el PAN, las cosas no estaban mejor. Los panistas vieron una oportunidad política y trataron de aprovecharla. Nadie se preocupó, realmente, por la tragedia de proporciones bíblicas que había ocurrido ahí, a solo unas cuadras de sus “casas de campaña”. No me sorprendió que, el día de la elección, ninguno de los dos candidatos pidiera un minuto de silencio por los muertos o sugiriera un instante de reflexión. Todo aquello fue una de las muestras de indolencia política —qué va: de indolencia humana— que he tenido el disgusto de presenciar.

Los padres de la ABC aseguran que la indolencia no se ha ido del todo. Ninguna de las explicaciones oficiales ha conseguido paliar el dolor. Ninguna de las poquísimas disculpas ofrecidas a regañadientes. Quizá se deba a que ningún político realmente se ha tomado la molestia. Nadie, por ejemplo, sintió urgencia alguna por transformar el altar de los zapatos en un monumento a la memoria de los muertos. A dos años, los padres ya deberían tener un sitio al que ir a recordar, al que ir a llorar. Debería estar, ahora mismo, en Ferrocarril y Mecánicos, donde estuvo la guardería ABC. Pero nadie lo ha construido. Quizá están esperando a que se acerque otro proceso electoral y el botín político esté maduro, listo para la mano oportunista.