Los seminarios católicos guardan una similitud con el Ejército: son
instituciones verticales, basadas en la ciega obediencia y en la
absoluta secrecía. Al interior se asciende más por servilismo que por
méritos. Los mantienen casi aislados del resto de la sociedad, incluidas
sus familias. Los pueden echar aun cuando acumulen años de estudio.
Pero esta es sólo una arista, las prácticas sexuales conforman una
delicada trama de tabús.
La iglesia católica, de entrada, impide a
las mujeres fungir como sacerdotisas. Los líderes religiosos hombres
están impedidos de casarse, tener hijos y, desde luego, ejercer
prácticas homosexuales. No obstante, en el interior de los centros de
formación, abarrotados de hombres y sin las presencia de una sola mujer,
las rutinas no obedecen a esas estrictas reglas.
- ¿Qué porcentaje de los integrantes de los seminarios cometen prácticas homosexuales? –le pregunto a Juan Murrieta.
- Yo diría que dos de cada diez.
- ¿Los superiores también forman parte?
- Yo recuerdo cómo llegaba el rector a la sacristía y nalgueaba a los seminaristas.
Platiqué
también con un exseminarista que estudió con la orden de los
Carmelitas. Me pidió publicar su testimonio, pero resguardando su
nombre:
“Un seminario muchas veces es para huir de la realidad.
Muchos se meten porque no tienen para pagarse una universidad, para
vivir bien, es una salida fácil, otros son los clásicos que no han
salido del clóset”.
Me confirma que al interior de los seminarios
es cosa de todos los días las prácticas sexuales entre hombres, pero, al
mismo tiempo, es muy común que los superiores acusen a algún miembro de
ser homosexual: es el pretexto perfecto para deshacerse de él.
También
me revela que él sufrió acoso sexual por parte del rector del seminario
donde estudiaba, algo que tampoco es aislado dentro de los centros de
estudio para los aspirantes a sacerdotes.
La formación de un
sacerdote católico dura hasta catorce años y pueden ser expulsados en
cualquier momento, sobre todo si contravienen a sus superiores. Con una
carta letal, los fichan y les impiden ingresar a otro seminario. Sus
estudios no son reconocidos por alguna otra universidad.
La
iglesia, además, en la práctica, no es fiscalizada por nadie. Para hacer
carrera, obtener puestos de poder y mejores capillas, no hay más que
aliarse, permanecer callado y cómplice de todo lo que se ve.
Salvo
los escándalos sexuales relacionados con los Legionarios de Cristo,
poco se sabe de lo que pasa en los seminarios. La mayoría de los abusos
se comentan en corto y se quedan en casa. Sin embargo, en los últimos
años han brotado historias tenebrosas de lo que ocurre ahí dentro.
El
nueve de julio pasado, 77 mujeres que estudiaron en una escuela de
Legionarios en Rhode Island, Estados Unidos, denunciaron a The
Associated Press que sufrieron maltrato sicológico, y castigos
traumáticos como parte rutinaria de su educación. En mayo pasado se supo
que además de los abusos sexuales contra seminaristas cometidos por
Marcial Maciel, fundador de dicha orden, siete sacerdotes más están
siendo investigados por la Doctrina de la Fe del Vaticano por delitos
sexuales.
El año pasado, en Chile, el seminarista Sebastián del
Río Castro destapó la cloaca de los institutos de formación de ese país,
al revelar que el exrector del seminario de San Rafael, Mauro Ojeda,
practicaba comúnmente acoso sexual contra los jóvenes, amenazando con la
expulsión a quien hablara al respecto.
La iglesia católica
conduce todos estos asuntos en silencio, cometiendo el delito de omisión
al no denunciar estos crímenes ante las autoridades civiles. Todo se
queda en el interior del “Reino de Dios”. Así manejaron todas las
denuncias por pederastia que brotaron alrededor del mundo desde mediados
de la década de los noventa. En México la Red de Sobrevivientes de
Abuso Sexual por Sacerdotes calcula que al menos 65 curas fueron
encubiertos por pederastia y la mayoría aún está en activo.
Sólo
que estos asuntos no son sólo exclusivos de la vida interior de la
iglesia católica. Se trata de vidas humanas que son truncadas en sus
estudios, esperanzas y anhelos. De niños que crecen con cicatrices
imborrables y de una cultura de corrupción permanente, nada diferente a
lo que ocurre en el interior de los gabinetes de los políticos
mexicanos. Lo único diferente es que la sociedad casi nada sabe de lo
que se esconde debajo de cada sotana, mientras que la iglesia, con la
complicidad del gobierno, guarda estos delitos en impune secreto.
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